lunes, 23 de agosto de 2010

UN DIA EN EL HOSPITAL DARIO CONTRERAS....

Un paciente descansa en uno de los pasillos de la sala de internamientos del principal hospital traumatológico del país. El Darío Contreras tiene poco más de doscientas camas.
Jorge Cruz

Labor. Un accidentado llega a la sala de emergencias del Darío. Cada día llegan hasta cien y doscientos, dependiendo la fecha.

Jorge Cruz
Un joven en estado inconsciente llega a la emergencia del hospital.

Jorge Cruz.
Una mujer con la mirada perdida espera que un médico de turno la atienda. Sufrió contusiones en la cara por dos golpes que le dio el padre de su hija.
Jorge Cruz
Un grupo de personas duerme en la entrada principal del hospital Darío Contreras. Son las 3:00 de la mañana.
Jorge Cruz
Resulta inverosímil: una silla de plástico es también una silla de ruedas.

Jorge Cruz
EL DRAMA DE LOS ACCIDENTES

JAVIER VALDIVIA Y JORGE CRUZ SE INTERNARON 24 HORAS EN EL HOSPITAL PARA COMPARTIR LAS VIVENCIAS DE LA GENTE QUE FRECUENTA EL CENTRO ASISTENCIAL
Listin DiarioUn francotirador empuja una camilla sobre el suelo de vinil gastado en la sala de emergencias. Una mujer tiene roto el corazón, pero sangra a la altura de sus ojos hermosos. Un policía es un predicador vehemente ante una audiencia llena de lisiados.
Lo que aquí parece cotidiano, afuera resulta inverosímil: una silla de plástico es también una silla de ruedas. El agua de tomografía es tan apreciada por su calidad que su fama compite con el té de jengibre. Un muchacho llega inconsciente de la mano de diez desconocidos.
“A mi hijo lo tengo abandonado; él está en La Vega. Yo vivo en Santo Domingo, pero ni salgo por lo mismo que se ve aquí...”
Yanet Beato, jefa de servicio el jueves 18 de agosto en el Darío Contreras
Este es el pulso paradójico y abrumador del Darío Contreras; el valor supremo de la vida y la muerte resumido en una sola y aplastante escena: en la entrada de la sala de emergencias, ensangrentados, unos zapatos de goma ya no tienen dueño.

00:00 h
Sobre el pavimento, sobre la acera, un tumulto se dispersa y se contrae, comenta el último suceso. Son personas que han quedado de la noche anterior, la mayoría pendiente de la suerte de un interno. De la avenida llega, cada vez más espaciado, el rugido de un motor, el rumor de una ciudad que duerme bajo una luna refulgente. De pronto un grito, el suspiro de una mujer y luego un llanto desbordado. Hace dos semanas un hombre mató a su compañera y luego intentó suicidarse. Él acaba de morir, pero la mujer que lo llora, su hermana, no lo juzga; sólo lo reclama. No hay nada más que hacer y la gente que esperaba el desenlace comienza a retirarse.
Así empieza el día en el Darío, pero a Manuel Alberto, sastre de profesión, el episodio anterior ya no le sorprende. Tres años y medio en el turno de la noche, vigilando la entrada a la sala de emergencias, ha sido suficiente. Es un trabajo que comparte con sus compañeros de la seguridad del hospital y tres policías. Son ellos los que gobiernan en la puerta, los que deciden cuántos entran, los que inclusive someten a los revoltosos, borrachos y drogados, en aquellas madrugadas que el hospital se atesta de gente. Don Manuel dice (lo repetirán hasta el cansancio todos) que viernes, sábados y domingos son los peores días, los más intranquilos, pero si el fin de semana coincide con el día de pago, entonces la sala es un verdadero caos.
Hoy no, hoy esto parece una clínica”, dice el vigilante.
Adentro hay algunos pocos pacientes. El primero que llegó este jueves es un joven con una lesión en el pie; nada grave. Luego un niño de Villa Mella, transferido de otro hospital, con una fractura en el radio que se ganó cuando trepaba un árbol buscando limoncillos. Saúl Soriano, de 10 años, no se queja; su hermano que lo acompaña dice que ya tiene experiencia: perdió un pulgar del pie izquierdo hace varios años.
Humor pese a todo, buen ánimo ahora que la madrugada recién comienza. Como en el rostro de “El Águila”, Valentín Abad (49 años), el camillero con la mejor puntería, el hombre afable que recorre la sala transportando heridos. Al menudo francotirador ya no lo acompaña su M-16, pero conserva intacto el orgullo de aquellos años de gloria. Se le nota en la mirada, en las palabras que pronuncia como si el tiempo se hubiera detenido: “Sargento mayor. Comando de las Fuerzas Especiales”.

00:45 h
Pero el tiempo avanza y la realidad son paredes verdes y blancas, fluorescentes, piso gris y olor a sangre y cloro, una mezcla insoportable que inunda los pasillos. La realidad es también un niño abrigado con un pliego de papel, una madre afligida, un hombre que se queja. Veinte rostros cansados, entre enfermos y médicos.
A esta hora una patrulla llega con una mujer de 24 años, blanca, con el pelo ondulado y los ojos claros. Su mirada triste traspasa todo: hay pena y rencor, abandono, la soledad más profunda de todas. Un doctor la examina y el policía que la acompaña explica que fue agredida: el padre de su hija le dio dos palos en la cara; el hombre al que amó le destrozó el corazón y le partió la nariz, le asestó los golpes en el baño. Le pegó por una foto de la niña.
Dos horas después la misma patrulla se lleva a la muchacha. Ya ha sido puesta la denuncia y su madre y su hermano la acompañan. Los que se quedan son los que llegaron mientras le ponían vendas en el rostro: una bebé que se cayó jugando, un anciano que estaba en otro hospital donde se golpeó y perdió el conocimiento, un accidentado de Cotuí y un paciente de San Pedro de Macorís, con varios cortes de machete.
“Aquí llegan de todas partes”, dice Yanet Beato, la jefa de servicio que tiene casi una docena de residentes a su cargo y tres años de experiencia en el Darío. Minutos antes, la joven doctora, madre de un niño, atendía una sutura; ahora tiene algo de tiempo y conversa con sus compañeros. Es ella la que dispone del trabajo, la que tiene claro que, según el día, se reciben a entre cien y doscientas personas, la que admite que a falta de camillas los heridos deben ser curados en el suelo. Beato, vestida toda de azul y con un gorro en la cabeza, es también la que comenta con otra doctora que el agua del área de tomografía es lo mejor de lo que se puede tomar en la sala de emergencias. Todo lo demás es de procedencia dudosa. Alguna sabe a rata.

3:00 h
El lugar se calma un poco. Apenas hay nuevos ingresos; el último en llegar ha sido un hombre de 30 años con cortes de botella y el rostro desfigurado. A media luz, en la sala y los pasillos, algunos residentes duermen. Mientras tanto la madrugada avanza lentamente y el silencio es interrumpido sólo por un motor lejano. En la entrada techada, donde están las cajas y un baño, diez personas han hecho del lugar una enorme habitación. Hace frío. Quizá por eso la más anciana decide tenderse afuera donde por fin logra conciliar el sueño.
Un poco lejos de allí, en el espacio anterior al área de consultas, frente a la cafetería, una señora sirve té de jengibre, lo más preciado que hay aquí de no ser por el agua de tomografía. Vende galletas y cigarrillos. A su lado, otra mujer le hace competencia, aunque ésta tiene el sueldo asegurado: trabaja en la limpieza del mismo hospital pero dice que ya está cansada. También hay un herido con la pierna rota a la espera de que abran la puerta, igual que una señora, la primera que ha llegado esta mañana para hacerle el turno a su esposo.
Dos muchachas que acompañan a unos parientes accidentados salen a tomar un poco de café invitadas por un policía. Mariel Rodríguez (17 años), morena de ojos negros, cuenta cómo sus dos primos acabaron con la misma pierna rota. Un automóvil los chocó y ahora llevan un mes internos. Deben reunir los 42,000 pesos que requieren para sus operaciones.
A las 5:00 de la mañana ya han abierto las puertas del área de consultas: un laberinto de pasillos iluminados y de bancas amarillas recibe a las primeras quince personas. A las 6:00 ya hay medio centenar y se oye la voz de un comentarista de televisión en el aparato que ya alguien prendió. La gente sigue llegando. Un hombre arrastra los pies con una mano apoyada en un bastón y la otra en el brazo de un muchacho; una señora bosteza y se mira la pierna enyesado, hay personas con fracturas y vendas en todas partes; en sillas de ruedas, con moretones y sin ellos, los primeros de cientos que serán auscultados en los más de treinta consultorios que tiene el hospital.
El sol ya salió pero aquí no hay forma de darse cuenta. Sólo las bocinas que irrumpen en la calle, el grito incomprensible de algún desaforado, son indicios de que ya amaneció y de que otro nuevo día espera.

7:00 h
En la sala de emergencias del Darío también ocurre un cambio. El camillero que fue francotirador se levanta tras un breve descanso; la anciana que durmió en el suelo se va cuando el cielo está claro; la doctora Beato, la jefa de servicio, se prepara para la entrega de la guardia. En el informe aparecerá que 110 personas fueron atendidas por emergencias y que 31 fueron ingresadas, desde las 7:00 de la noche del miércoles hasta la 7:00 de la mañana del jueves. Si algunos pacientes durmieron en la sala es porque en internamiento ya no hay más camas.
En el edificio de consultas, un mar de gente en las salas de espera y un predicador inspirado, un hombre vestido de gris sin su arma de reglamento. El policía habla ante una audiencia asombrada, como una estampa del mismo evangelio: tullidos y lisiados entregan sus males a la fe pero conservan su turno y aguzan el oído para no perder la cita.
Josefa Fernández, de Punta, Villa Mella, es una de tantos que oyó al predicador, pero además fue la primera persona que llegó a las consultas. Tímida, el tragaluz permite que su rostro se ilumine, pero es su esposo quien toma la palabra. Francisco Pérez Santana (65 años) vino a que le revisaran la pierna, exactamente ocho meses y seis días después de haberse caído en una obra en construcción. Lo operaron en mayo.
En otro pasillo, un niño apenas puede moverse. A los 4 años Fernando de los Santos, ahora con 11, sufrió una artritis séptica. “Le extrajeron el fémur porque una bacteria se la comió. Ya estaba mejor, pero se resbaló en el baño”, explica Esmely Marte, la madre que viene con el niño desde Herrera, con mucho esfuerzo y sin embargo confiada en la capacidad del hospital, porque según ella –y según todos los que vienen a tratarse–, aquí están los mejores médicos.
Pero hay además de lo otro. A la entrada de internamientos, un hombre moreno, de baja estatura, tiene en una mano una llave que cuida con demasiado esmero. Es el celador, igual que en emergencias, el que decide quiénes salen y quiénes entran. La otra mano, dice Juana Mateo, madre de un muchacho accidentado, la tiene libre para recoger los sobornos. Entre 20 y 40 pesos, según la urgencia, según la señora. Los que no pagan, o no saben, lo increpan con cólera; igual deberán volver a la 1:00. A las 8:00 ó a las 9:00 de la mañana están prohibidas las visitas, salvo para los médicos y para el personal del hospital. Eso es lo que dice.

10:00 h
El lugar ya parece una plaza pública, inclusive el edificio de internamientos donde poco más de doscientas camas no son suficientes para soportar la llegada de nuevos pacientes. Por eso las camillas se acomodan en los pasillos; por eso muchos son dejados en la sala de emergencias. Hay una forma de decirlo en el Darío Contreras: cuando no hay camillas es porque no hay sitio para más internos.
Quien puede decirlo sin titubeos es Norberto Guerrero, enfermero del hospital con 28 años de servicio. En la H-3 (H es el área donde se interna a los hombres; M a las mujeres), este señor cura las heridas de entre 25 y 30 pacientes, cada día, desde las 7:00 hasta la hora que sea necesaria. Lo tratan con respeto, “licenciado”, le dice un médico residente. Algunas personas llegan de fuera sólo para que él los atienda.
El edificio es la tercera cara del hospital. Por sala, entre siete y diez convalecientes. En los pasillos, todo lo que quepa. En uno de ellos, Yanelba Marte (17 años), con uniforme de escuela y una bata encima, aprende a restañar hasta las penas. Es una estudiante del Liceo Técnico Unión Panamericana, del cuarto de bachillerato, en prácticas de enfermería.
Son varias muchachas que la acompañan y se toman el trabajo en serio. Una coloca un suero, otra inyecta a un paciente. Una estudiante de pelo rubio y tez morena, de ojos claros, mira con detenimiento cómo una enfermera retira una sutura. Parece una aparición entre tantos lisiados, entre el tufo putrefacto del lugar y el espacio mortecino; entre los hierros que recomponen una pierna.
Como la de Luis Saúl Martínez (21 años), que sentado en la cama muestra el resultado de siete fracturas. En un solo hueso. Iba en una motocicleta hace tres meses cuando un camión que se metió en vía contraria lo mandó directamente al hospital. Con un fijador externo que le aprieta la pierna, y los 67,000 pesos que debe reunir para la operación, este joven militar espera salir pronto de aquí.
También Irma Herrera, una señora que fue acomodada en el pasillo del área de mujeres. Le preocupan sus cinco hijos porque su esposo, Manuel Sánchez, también está interno en el Darío, con ocho clavos en una de sus extremidades. Otra vez otra motocicleta; otra vez un conductor imprudente que no los mató de pura casualidad.
Herrera se tapa con pudor el torso descubierto con una sábana gastada. No llora pero se le ve la pena. No tiene seguro, no tiene ni siquiera un peso encima.

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