La gran incógnita de los historiadores sobre lo que hizo Juan Pablo Duarte en sus 20 años de destierro va con el paso del tiempo despejándose y valorándose en su justo valor, ya que muchos que tratan de denotarlo piensan que esos 20 no fueron fructíferos, y si lo fueron en demasía…para arribar a esta verdad es mucho lo que se ha investigado y aún así nosotros los dominicanos aún conocemos muy precariamente toda la verdad de lo que ocurrió con su vida al ser desterrado donde estuvo en una pobre aldea de indígenas llamada Río Negro, situada en la raya que por la parte del Orinoco divide al Brasil de Venezuela. La cordillera de los Andes de un lado y las selvas con sus grandes masas de verdura del otro, cierran por todas partes el valle escondido sobre la altiplanicie y aíslan prácticamente a los pocos seres que allí viven de todo contacto con la civilización humana. El caserío paupérrimo> compuesto de construcciones primitivas que se amontonan en desorden en el recodo donde el terreno ofrece menos dificultades para el tránsito, permanece durante las noches .expuesto a las incursiones de las fieras y en el día tiene el aspecto de un oasis montaraz convertido en una aldea de pescadores.
La mayoría de la gente que allí reside dispone apenas de lo necesario para vivir miserablemente y los que no se dedican a la cacería o al pastoreo en los sitios que no han sido arropados por la selva, tienen el cultivo del maíz o la matanza de animales salvajes como ocupación cotidiana. El villorrio carece de escuelas y su única comunicación con el resto del país se realiza a través del río en embarcaciones rústicas fabricadas por los vecinos más industriosos. De cuando en cuando, llega a lomo de mulo un correo que trae algún periódico para la autoridad del lugar y que constituye el único contacto que una o dos veces en el año tienen con el mundo los humildes habitantes de este caserío olvidado. El paisaje circundante, sin embargo, no carece de majestad, y la cercanía de la selva le imprime a todo cierto encanto de naturaleza salvaje. Basta asomarse al Orinoco o adentrarse algunos pasos en el mar de árboles entrecruzados que a poca distancia de allí encrespa sus ramajes y cubre la tierra con un manto de verdor, para arrobarse en la contemplación de mil cosas peregrinas: aves de los más extraños matices, arbustos de todas las formas y de todos los aromas, árboles de gigantescas proporciones a cuyos pies hormiguea todo un mundo minúsculo; y por dondequiera, un fuerte olor a humedad y a suelo virgen, semejante al que debieron de despedir los bosques y los prados cuando todavía la tierra, de reciente hechura, no había sido manchada por las pasiones de los hombres.
En este codo de los Andes se reclutó Duarte en 1845. Durante doce años permanecerá en ese desierto casi sin comunicación alguna con el resto del mundo. ¿Qué vida hizo durante el tiempo en que permaneció allí oscuro y olvidado? La historia no conserva sino muy escasos testimonios sobre las actividades del apóstol en este período de su existencia azarosa. Pero es fácil reconstruir su diario de horas, porque en la soledad que se ha impuesto, la vida tiene constantemente el mismo semblante y discurre con igual monotonía. La población de Rio Negro, durante la época en que allí se recluye el desterrado, está constituida por gente rústica que carece de toda inquietud espiritual y a la que la proximidad de la selva envuelve en cierta atmósfera de primitivismo candoroso. La vida no es’ difícil en este rincón remoto, y a ello contribuye no sólo la extrema simplicidad de las costumbres, sin más exigencias que las estrictamente primarias, sino también la abundancia de caza y la riqueza del suelo, que no escatima a nadie sus frutos ni sus aguas y que permite a todos vivir con poco esfuerzo de los recursos comunes. Duarte ha ido allí en busca de sosiego para su espíritu, y se resigna a vivir en medio de la mayor pobreza. Los vecinos, a cambio de un poco de instrucción que el apóstol suministra a la niñez de la aldea, le permiten compartir sus escuálidos medios de subsistencia y disfrutar a sus anchas de la paz del desierto.
La estancia en Río Negro constituye por sí sola una prueba de que Duarte era un ser extraordinario. Para medir el sacrificio que se impuso voluntariamente, basta recordar que el apóstol, quien había sido rico y había disfrutado en Europa de las exquisiteces suntuarias de la vida civilizada, no gozó durante este tiempo ni siquiera del placer espiritual de la conversación con personas de la misma cultura. La meditación y la lectura fueron en esta temporada de aislamiento su ocupación constante. Por medio de estos ejercicios espirituales, convertidos en faena diaria, llega Duarte gradualmente hasta el punto máximo de perfección que cabe en la naturaleza humana. Los grandes penitentes de la Iglesia, aquellos que pasaron casi la vida entera en el desierto y allí aprendieron a descargar la carne de todas sus impurezas terrenales, no igualan en paciencia y en resignación al solitario de Río Negro.
Si la verdadera santidad consiste en vencerse a si mismo y en ejercer completo imperio sobre sus instintos, el prócer dominicano alcanzó ese ideal de manera absoluta. Su expiación resulta todavía más grande cuando se piensa que el aislamiento que voluntariamente se impuso no se debió a un sentimiento de soberbia ni a un arranque de despecho. Si hubiera quedado en su alma, cuando tomó esa resolución heroica, algún rezago de ambición o algún resto de orgullo, hubiera buscado el modo de alimentar desde el exilio la hoguera de las revoluciones, o hubiese proferido alguna vez palabras de venganza contra sus perseguidores o hubiera salido de su retraimiento cuando el presidente Jiménez llamó en 1848 a los próceres desterrados por Santana y garantizó su retorno con un decreto de amnistía. Otros caudillos de la causa separatista, ‘más impacientes o de corazón menos austero, volvieron al país tan pronto desapareció Santana del poder y participaron con voracidad en el reparto de las jerarquías oficiales. Sánchez fue comandante del departamento de Santo Domingo en la administración que sucedió a la del déspota que hizo dictar la sentencia del 22 de agosto, y Mella empezó a mezclarse activamente desde entonces en las turbulencias intestinas que por largo tiempo sumieron al país en la anarquía.
Sólo Duarte permanece en el retiro del Río Negro. Sólo él no desciende de su altura para mezclarse en las pequeñas disputas por el mando o para contribuir a la división y a la discordia tomando partido en la pugna de los que se discuten las preeminencias políticas. Por eso es Duarte la única conciencia civil definitivamente pura que ha existido en la República; por eso es él el idealista integérrimo, el varón de vida inculpable que llevó con más dignidad su martirio y que más lejos estuvo del tributo miserable que cada hombre está obligado a pagar, en mayor o en menor cuantía, a las concupiscencias humanas.
El misterio de lo escrito por Duarte en ese tiempo aún es desconocido, pero ya llegará el día que salga a la luz…”En una de sus peregrinaciones por el Orinoco, conoció Duarte al ilustre sacerdote San Gerví, misionero portugués que en el ejercicio de su ministerio solía visitar de cuando en cuando aquellas zonas casi inhabitadas. El prócer dominicano impresionó favorablemente al religioso. De sus conversaciones, orientadas casi siempre hacia temas espirituales, nació una amistad profunda, sellada por una simpatía recíproca, que se fue luego fortaleciendo en contactos sucesivos.
San Gerví cobró afecto paternal al proscrito y fue acaso el único hombre que penetró en el fondo de esa conciencia de limpidez extraterrena. El drama patriótico de Duarte enterneció al misionero portugués, que se propuso> desde el primer día, atraer a aquel hombre, de pureza verdaderamente sacerdotal, al seno de la religión. El misticismo del prócer dominicano, patente en toda su obra de patriota, cobró a su vez mayor fuerza que nunca al contacto con el espíritu elevadísimo de San Gerví, quien poseía una vasta ilustración y era, además, una inteligencia asiduamente cultivada. Poco a poco fue convenciendo el sacerdote al apóstol para que mitigara su soledad y se retirase a un sitio menos inhospitalario y menos distante del comercio humano. Hacia 1860 se establece Duarte en la región del Apure y aquí reanuda sus pláticas con San Gerví, quien le enseña el portugués y lo familiariza con los misterios de la Teología y de la historia sagrada. Estos estudios inclinan al Padre de la Patria, de manera casi irresistible, hacia el sacerdocio y sólo el presentimiento de que todavía podía ser útil a su país le aparta en esta ocasión del camino de la Iglesia. Se deduce que San Gervì fuè el depositario de toda la documentación escrita por Duarte en esos 12 años.
La muerte de San Gerví, acaecida en las postrimerías de 1861, hiere duramente el corazón del proscrito. Durante estos últimos años, se había habituado Duarte a la comunión diaria con el virtuoso sacerdote, y al verse privado de ese apoyo moral, único alivio de su ya largo destierro, se despierta en él súbitamente el deseo de regresar a la civilización y de reincorporarse al mundo. Un suceso imprevisto, el cual coincide de modo providencial ‘con su nuevo estado de ánimo, lo decide a abandonar la selva y a establecerse otra vez en Caracas: algunos de sus parientes, enterados al fin de la residencia del desaparecido, le escriben desde Curazao y le dan la «funestísima noticia de la entrega de Santo Domingo a España», así como la de la muerte de Sánchez en el calvario de « El Cercado». Ya nada lo detiene, y la voz del patriotismo se levanta poderosa en su alma con una fuerza de que careció el decreto de amnistía dictado por el presidente Jiménez a raíz de la primera caída de Santana.
El 8 de agosto de 1862 reapareció Duarte en la capital venezolana. Venía prematuramente. Envejecido por su permanencia de diecisiete años en el desierto. Los cabellos, transformados en anillos de plata, daban un aspecto venerable a la cabeza, que parecía abrumada por un peso extraño, como si. el prócer hubiera adquirido en la soledad el hábito de mirar más hacia la tierra que hacia la cara de los hombres.
Monseñor Arturo de Meriño, quien lo conoció en esta época, habla de la impresión que le causó la figura del apóstol, transformada por veintiún años de soledad, y recuerda que sus labios convulsos sólo se abrían para perdonar a sus enemigos y para dolerse de los males «que había sufrido y sufría entonces con mayor intensidad la patria de sus sueños».
En Caracas encontró Duarte a su hermano Vicente Celestino. Pasadas las primeras efusiones, provocadas por más de cuatro lustros de separación, hablaron extensamente de cuanto había ocurrido en la patria durante la permanencia del fundador de La Trinitaria, entre las tribus todavía semisalvajes del Orinoco. El relato de Vicente Celestino se cierra con la narración de los acontecimientos que se registraron en la República a raíz de la anexión a España, y con patéticas referencias a la tragedia de «El Cercado». Dentro del dolor que le causa la destrucción de su obra, Duarte siente renacer su optimismo y confía en el desquite, anunciado ya por algunos signos alentadores. La protesta del coronel Juan Contreras y la sangre vertida inexorablemente en San Juan, prueban que el país no ha perdido el amor a sus libertades y que la anexión, lejos de responder a un verdadero estado de conciencia nacional, procede de los mismos grupos que bajo el dominio de Haití se opusieron a la independencia absoluta. Pedro Santana, autor principal de la traición, ¿ no había pertenecido a la falange de los afrancesados?
Los amigos que halla Duarte en la ciudad del Ávila, aunque simpatizan con sus ideas patrióticas le aconsejan moderación en sus planes y lo urgen a que resuelva ante todo el problema de su vida privada. El doctor Elías Acosta, distinguido hombre de ciencia que le había mostrado, desde su segunda visita a Caracas, cierta simpatía no exenta de admiración, le ofreció un destino público en el Ministerio del Interior, pero supeditando ese beneficio a la condición de que Duarte renunciara a su ciudadanía de origen para adquirir la nacionalidad venezolana. La oferta aparece acompañada, sin duda para no herir la sensibilidad patriótica del desterrado, de una promesa de ayuda en favor de los proyectos que abriga el apóstol para: promover en su propio país un nuevo movimiento de opinión contra el dominio extranjero. El patriota rechaza con orgullo el cargo que le ofrece el Ministro del Interior del Gabinete del general Juan Crisóstomo Falcón, y prefiere despojarse, para no morir de hambre, del único tesoro que ha sobrevivido a sus vicisitudes y a sus andanzas: sus libros, entre los cuales figuraban una Geografía Universal y varios Atlas que había comprado en 1844 en la ciudad de Hamburgo.
Otros consejeros, de menos altura que el doctor Elías Acosta, le instan a que acepte la dominación española y a que ponga al servicio de la Madre Patria, por conducto de su agente consular en Venezuela, el prestigio que rodea su nombre como fundador de la República Dominicana. El ex presidente Buenaventura Báez, quien se había plegado a la realidad ofreciendo sus servicios a la monarquía, había sido premiado con el nombramiento de Mariscal de Campo español, distinción que también podría ser otorgada al Padre de la Patria si éste renunciaba a sus planes patrióticos y admitía el hecho ya consumado. «Y no faltó —dice el propio Duarte— quien se atreviera a decirme que mis hermanos saldrían entonces del estado de privaciones en que me encontraba yo mismo.»
Tales insinuaciones no podían hallar cabida, desde luego, en el corazón de un hombre que acababa de llegar de una selva, donde pasó olvidado los mejores años de su juventud para no incurrir en un acto indigno de su obra ni en una apostasía. «En lugar de la opulencia que podía degradarme —escribe el apóstol refiriéndose a los esfuerzos que a la sazón se hicieron para atraerlo al bando de los anexionistas—, acepté con júbilo la amarga decepción que sabía me aguardaba el día en que no se creyeran ya útiles mis cortos servicios.» Mientras estos consejeros gratuitos, seguramente inspirados por los agentes de la monarquía española en Caracas, redoblan sus maquinaciones contra los escrúpulos patrióticos de Duarte, tratando de explotar inicuamente su miseria y de apoderarse de su voluntad, que suponían tan débil y tan arruinada como su organismo físico, el apóstol permanece pendiente de cuanto ocurre en su isla nativa. El 20 de enero de 1863 llega a la capital de Venezuela un tío del Padre de la Patria, el ya anciano general Mariano Diez, y entrega al prócer una carta en que Juan Isidro Pérez de la Paz, uno de los fundadores de «La Trinitaria»,le dirige el siguiente reclamo: «Santo Domingo desea saber de ti.» La carta del viejo trinitario, tal vez el más amado de sus discípulos, renueva en el espíritu de Duarte recuerdos de muchos años atrás, y pone vivamente ante su imaginación el cuadro de las luchas pasadas. Al referirse a esa misiva en sus apuntes autobiográficos, el Padre de la Patria evocará con las siguientes palabras a Juan Isidro Pérez: «Mi amigo tan querido como desgraciado.» Pocos días después el apóstol visita en su residencia al doctor Blas Bruzual, médico del general Falcón, presidente de los Estados Unidos de Venezuela. Durante la entrevista, Duarte desliza discretamente en la conversación oportunas referencias a su país, sometido otra vez al estado colonial y señala la urgencia con que su patria necesita de la ayuda de los hombres que en otras naciones hermanas profesan doctrinas liberales.
El doctor Bruzual penetra el alcance de esas insinuaciones hábilmente intercaladas entre palabras de sentido vulgar y frases de cortesía. Cuando al día siguiente se traslada a la modesta casa en que reside el apóstol, con el propósito aparente de corresponder a su visita, el médico venezolano le reitera sus simpatías por la causa de la libertad dominicana, y espontáneamente le ofrece ponerlo en contacto con el presidente Juan Crisóstomo Falcón, descendiente de uno de los conmilitones de Bolívar, a quien tal vez sea fácil convencer para que secunde con armas y dinero los proyectos de Duarte encaminados a redimir por segunda vez su patria de la dominación extranjera. Antes de terminar el mes de enero, Bruzual cumple su ofrecimiento, y el prócer es presentado al presidente de Venezuela. La entrevista hizo concebir al, apóstol las esperanzas más halagüeñas. El dictador venezolano, hombre de mano recia a quien sus parciales atribuían veleidades propias de un gobernante de pensamiento democrático, no hizo promesas de cumplimiento inmediato, pero habló de su amor a la independencia de los pueblos de América con cierta rimbombancia calurosa. Los meses pasan, sin embargo, con lentitud desesperante; y Duarte, mientras tanto, «permanece en la expectativa y devorado de impaciencia».
El 20 de marzo recibe Duarte una carta que le envía desde Coro el trinitario Pedro Alejandrino Pina. Las primeras líneas aluden al «Decano de los libertadores de Santo Domingo» y al «primer general en jefe de los ejércitos dominicanos». Esta comunicación trae las últimas noticias de la isla nuevamente subyugada: el país continúa intranquilo, tanto a causa de las desavenencias surgidas entre Santana y el brigadier Peláez, como a causa del descontento creciente contra la dominación española; los ánimos, particularmente en el Cibao, se hallan exaltados, y un nuevo Cid, apellidado Gregorio Luperón, ha aparecido en la Línea Noroeste, en donde parece que se está gestando la nueva epopeya libertadora. Pina concluye con las siguientes palabras: «No sé de qué manera honrosa podrán las repúblicas amigas negarse a contribuir a la salvación de nuestro heroico país.»
Entre el mes de marzo y el mes de octubre, Duarte hace llegar requerimientos cada vez más apremiantes al general Falcón para que le haga efectivas las promesas que le hizo en la entrevista de enero. Las «esperanzas halagüeñas» que le acompañaron entonces al salir del «Palacio de Miraflores»empiezan a enfriarse bajo el peso de una realidad cada vez más oscura. Pero la llaga abierta en el corazón del prócer sigue vertiendo sangre mientras su vida se consume en la inacción forzada. Una nueva carta de Pedro Alejandrino Pina lo saca de su abatimiento en los primeros días del mes de octubre.
Desde Coro, el viejo trinitario le anuncia que en los campos de Guayubín estalló el 16 de agosto una rebelión que parece contar con más fuerza que las anteriores. La muerte del padre del general Benito Monción, debida a instigaciones del propio brigadier Buceta, ha precipitado los acontecimientos, y es evidente que la revolución cuenta con ramificaciones en todo el país y que avanza en todas las provincias del Cibao con fuerza arrolladora. La carta de Pina coincide con el arribo a Caracas de un joven dominicano en quien despunta briosamente el patriotismo de la nueva generación: Manuel Rodríguez Objío. Desde su llegada a la capital de Venezuela, el día 7 de octubre, el viajero se acerca a Vicente Celestino Duarte y le habla del deseo que tiene de ser presentado al Padre de la Patria. Rodríguez Objío, aunque perteneciente a la juventud que se levantó durante los veinte años en que el nombre de Santana llenó el país como un clamor guerrero, se aproximó al apóstol con el recogimiento de quien se acerca a una ruina venerable. Rodríguez Objio confirma, durante este primer encuentro, las noticias transmitidas a Duarte por Pedro Alejandrino Pina, y se ofrece a hacer valer su parentesco con el general Manuel E. Bruzual para que, gracias a la influencia política de que dispone este caballeroso soldado a quien llama en sus Relaciones. discípulo de Monroe, se logre, al fin la ayuda prometida por el presidente Falcón al patriota dominicano. Todo el concurso que, merced al apoyo de este nuevo intermediario, recibió Duarte del gobierno de Venezuela consistió en la suma de mil pesos, que el primer designado Guzmán Blanco puso en manos del coronel Manuel Rodríguez Objío. Con este dinero intentó el apóstol enviar a Santo Domingo una comisión presidida por su hermano Vicente Celestino con el encargo de dar cuenta al gobierno revolucionario de sus proyectos y de la buena disposición de las autoridades venezolanas. Los triunfos alcanzados por las armas restauradoras, durante los primeros meses del año 1864, lo inducen, sin embargo, a variar sus planes, y resuelve trasladarse él mismo al teatro de los acontecimientos para luchar al lado de sus compatriotas’. El 16 de febrero emprende viaje con rumbo a Curazao, en compañía de su hermano Vicente Celestino, del general Mariano Diez, del coronel Manuel Rodríguez Objío y de un voluntario venezolano, el comandante Candelario Oquendo. La goleta «Goid Munster», contratada en el puerto curazoleño por la suma de quinientos pesos sencillos, condujo a Duarte y a sus acompañantes a las Islas Turcas, donde el buque arribó el 10 de marzo, después de haber burlado, por espacio de varios días, gracias a la pericia de su capitán, el señor José S. Faneyte, la activa persecución de un barco de guerra español que intentó darle caza.
El cónsul de España en Caracas, informado de la salida del Padre de la Patria, trató de que el «África», bergantín perteneciente a la escuadra española de las Antillas, se apoderase en alta mar de los revolucionarios. Se temía, con razón, que la influencia moral del caudillo de la independencia obrara en forma decisiva sobre los destinos de la revolución y entorpeciera, además, las esperanzas que aún abrigaba la monarquía de concertar un acuerdo para la solución del conflicto con los jefes restauradores. Por rara coincidencia, fue un ciudadano español de ideas liberales, cuyo nombre no ha dado a conocer Duarte, sin duda para no exponerlo a las represalias de las autoridades peninsulares, quien se prestó a llevar al prócer y a sus cuatro compañeros hasta el puerto de Montecristi, donde desembarcaron en la mañana del 25 de marzo.
El general Benito Monción, jefe militar de la zona, festejó como un feliz augurio la llegada de Duarte. Manuel Rodríguez Objío consigna en sus«Relaciones», al referirse a este suceso, que el pueblo que luchaba bravamente por su libertad tuvo a partir de aquel momento mayor confianza en el triunfo de la restauración, porque el arribo del fundador de la República significaba «el primer concurso moral que la patria recibía del extranjero».
Después de más de veinte años de ausencia pisó Duarte, al fin, tierra dominicana. Le tocó, por una nueva burla del destino> desembarcar en las playas del norte del país, lejos de su pueblo nativo, donde estaban la casa de su niñez y el parque mañanero en que distrajo las horas de la Infancia. Pero para su patriotismo sin límites, para su corazón sin estrecheces, todo aquel suelo era igualmente querido. Su emoción subió de punto cuando el 26 de marzo de 1864, un día después de su llegada a Montecristi, emprendió viaje hacia Guayubin y visitó muchos de los sitios históricos desde donde fueron repelidas las invasiones haitianas. Estas tierras, sacudidas ahora por el torrente de las armas restauradoras, habían servido pocos días antes de escenario a la fuga del brigadier Buceta. Las ruinas humeantes de algunas poblaciones denunciaban aún el paso del ejército peninsular en retirada.
Duarte venía enfermo y el viaje por aquellas llanuras secas había debilitado su organismo, que a los cincuenta años parecía el de un sexagenario; pero la vista de aquel espectáculo, poderosamente sugerente para el alma del viejo libertador, reanimaba su espíritu y dotaba su cuerpo enflaquecido de energías insospechadas. Fue así como el mismo día de su partida pudo llegar a uña de caballo, bajo el frío de la medianoche a la villa de Guayubín, cuna de la revolución en marcha. En compañía del general Benito Monción, quien no había querido renunciar al honor de hacer escolta al Padre de la Patria en las primeras jornadas de su viaje, visitó el 27 de marzo al general Ramón Mella, reducido al lecho y casi a punto de expirar en tierra ya por fortuna libre del dominio extranjero. El estado en que encuentra al héroe del Baluarte del Conde, uno de los supervivientes de la guerra de la independencia, abate a Duarte hasta el extremo de obligarlo también a guardar cama por espacio de varios días. Es ésta la primera impresión dolorosa que recibe desde su arribo a tierra dominicana. El 2 de abril, todavía débil y consumido por la fiebre, sale de Guayubín con rumbo a la ciudad de Santiago, asiento del gobierno provisional, y tres días después se presenta ante las autoridades revolucionarias en compañía del comandante Oquendo y de los próceres que han compartido su odisea desde territorio venezolano.
El repúblico Ulises Espaillat, quien a la sazón reemplazaba a Ramón Mella en la vicepresidencia del gobierno provisorio, fue el encargado de recibir al Padre de la Patria. Entre ambos se cruzaron palabras llenas de efusión patriótica. Duarte reiteró al representante del Gobierno Provisional los términos de la carta que el 28 de marzo envió desde Guayubín a los directores de la revolución, en la cual expresaba que su regreso al país, después de haber «arrostrado durante veinte años la vida nómada del proscrito»,obedecía al propósito de correr «todos los azares y vicisitudes que Dios tuviese aún reservados a la grande obra de la Restauración Dominicana».Espaillat le repitió a su vez los conceptos ya emitidos en la comunicación del primero de abril, donde sintetizaba así los sentimientos del gobierno provisional hacia el recién llegado:
«El gobierno provisorio de la República ve hoy con indecible júbilo la vuelta de usted al seno de la Patria.» El apóstol dio cuenta a continuación de las gestiones realizadas en Caracas para obtener el apoyo del gobierno del general Falcón al movimiento iniciado en Capotillo. Mostró los documentos justificativos de la inversión de la suma de mil pesos recibida de manos del vicepresidente Guzmán Blanco, y sugirió que se designase al señor Melitón Valverde como agente diplomático del gobierno de la Restauración cerca de las autoridades venezolanas. Las referencias hechas por Duarte a sus contactos con Falcón y sus informes sobre la buena disposición en que se hallaban las autoridades de aquel país con respecto ala causa dominicana, hicieron pensar al Gobierno provisorio en la conveniencia de utilizar los servicios del prócer en una misión diplomática confidencial ante los gobiernos de varios países sudamericanos.
Nueve días después de su primera entrevista con Espaillat, Duarte recibe una carta en que se le participa que el gobierno presidido por el general Salcedo ha resuelto confiarle una misión secreta ante el gobierno de Caracas, y en que se le; anuncia que se le proveerá rápidamente de las credenciales de rigor y de los pliegos de instrucciones que se consideren necesarios. El Padre de la Patria, sin embargo, tiene ya la salud irremediablemente gastada. Las fatigas del viaje y las emociones recibidas desde su arribo al país, han recrudecido los males que contrajo en las selvas de Venezuela. Si emprende una nueva travesía en tales condiciones, tendrá que exponerse a «gastar en medicinas y facultativos los fondos que se pusieran a su disposición para el viático». En carta dirigida el 15 de abril al señor Alfredo Deejen, encargado interinamente de la cartera de Relaciones Exteriores, se declara, pues, incapacitado física-mente para cumplir su cometido en forma satisfactoria, pero ofrece poner a disposición de la persona que en su lugar se designe, todos los informes y recomendaciones susceptibles de facilitar su labor en territorio venezolano. Aparte del motivo que invoca en esa carta, su «falta de salud», lo que late en el fondo de sus palabras es el deseo de continuar por algún tiempo más en la tierra nativa. Hace apenas veinte días que pisó tierra dominicana, gracias a que «el Señor allanó sus caminos»; y ya se le quiere lanzar de nuevo, con el pretexto de que sus servicios podrían ‘ser más útiles fuera del país que en el teatro donde éste está labrando su segunda independencia, a las playas siempre áridas del extrañamiento forzado. Más le valdría caer, como el más oscuro de los soldados, en los campos donde se está rehaciendo la patria. Allí al menos le sería dable doblar la frente sobre la tierra amada, y descansar acaso en la huesa común bajo la sombra del pabellón cruzado.
Pero el calvario de Duarte no había aún concluido. Dos días después de haber escrito aquella carta llega a sus manos un ejemplar del «Diario de la Marina», periódico que sirve desde La Habana los intereses de la monarquía española. En esta edición del viejo diario cubano aparece un artículo en que se habla de supuestas divergencias entre el Padre de la Patria y los jefes del gobierno provisorio. La nueva infamia, inteligentemente urdida por las autoridades peninsulares, temerosas del ascendiente moral de Duarte sobre las conciencias dominicanas, no obedecía únicamente al interés explicable de los agentes de la monarquía de introducir la discordia en las filas restauradoras.
Mucho había de tendencioso en el artículo del «Diario de la Marina», pero también iba envuelto en el pasquín fabricado en Santo Domingo, si bien difundido desde un periódico de La Habana, algo que ya se respiraba en los pasillos del gobierno provisional encabezado por Salcedo. Los jefes de la Restauración, hombres salidos de las entrañas del pueblo y forjados en un teatro guerrero incomparablemente más heroico que el de la lucha contra Haití, no podían ver con buenos ojos la presencia entre ellos de un hombre en quien se personificaban los ideales civiles de la República y en cuya fisonomía moral aparecían tan enérgicamente simbolizadas las instituciones.
Este prócer, a quien se creyó muerto y sobre cuya cabeza había gravitado durante veinte años la losa del olvido, no sería probablemente un rival en la hora del triunfo, porque todos sus antecedentes lo pintaban como un hombre de vocación civil que carecía de ambiciones. Pero los caudillos que, como el presidente Salcedo y sus compañeros de armas, han salido del seno de la guerra y sienten sobre sí la influencia avasalladora de esa potestad sanguinaria, son siempre esquivos y se conducen aún en sus relaciones recíprocas, con reservas y suspicacias. Los pueblos son versátiles y nadie sabe si el día en que sea una realidad la victoria conseguida merced a quienes la han hecho posible con su espada, y no a quienes sólo la han anunciado con su voz ardiente y profética, las multitudes vayan en busca de algún santón civil para confiarle la dirección de la República o se desvíen atemorizadas del señorío militar para echarse en brazos de otro señorío menos temible o menos arbitrario. En el fondo de todas las luchas patrióticas, en el ambiente subterráneo de todas las revoluciones, suele haber un sentimiento democrático que sale a flote en el momento oportuno. Cuando se consumó la independencia de 1844, los promotores de ese ideal político, decididamente adversos al predominio de la soldadesca, recurrieron a Duarte en una tentativa para hacer prevalecer el sentido humano y civilista que en un principio tuvo la causa nacional sobre el sentido bárbaro y ferozmente caudillesco en que degeneró con Santana. El Padre de la Patria penetró el sentido de la especie difundida por la prensa de la monarquía española. El libelo llenó su alma de amargura, y despertó en él el recuerdo de los sucesos del 44, cuando su nombre fue escogido para, cerrar el paso a una dictadura de tipo reaccionario y sólo sirvió para precipitar el asalto del ejército a las instituciones. Su primera intención fue rasgar aquel pasquín insidioso. Pero con ese golpe genial que tuvo para descubrir el móvil de las acciones humanas, acertó a palpar desde su lecho de enfermo las intrigas con que ya comenzaba a hostilizarle el egoísmo de ciertos jefes restauradores. Sin vacilar un minuto más, tomó una de aquellas resoluciones tremendas que fueron siempre propias de su entereza de carácter y de su conciencia abnegada: el 21 de abril, esto es, un día después de haber leído el artículo del «Diario de la Marina», dirige a Espaillat una carta en que le participa su nueva decisión de aceptar la misión diplomática que había resuelto confiarle el Gobierno provisorio.
Para que no se atribuyera un fin menguado a su nueva actitud, ni pudiera ser utilizada para especulaciones perjudiciales a la causa nacional, concluye con esta afirmación categórica: «No tomo esta resolución porque tema que el falaz articulista logre el objeto de desunirnos, pues hartas pruebas de estimación y aprecio me han dado y están dando el Gobierno y cuantos jefes y oficiales he tenido la dicha de conocer, sino porque es necesario parar con tiempo los golpes que pueda dirigirnos el enemigo y neutralizar sus efectos.»Espaillat, vocero del gobierno provisional, se apresura a dirigir al Padre de la Patria, el 22 de abril, una nueva comunicación donde confirma, a vueltas de muchas reticencias y de sospechosas protestas de sinceridad, los escrúpulos de Duarte. El vicepresidente interino, como temeroso de que el apóstol pudiera arrepentirse de la decisión ya adoptada, le informa que debe disponerse a partir inmediatamente porque ya el Gobierno había mandado «redactar los poderes necesarios para que mañana quede usted enteramente despachado y pueda salir el mismo día».
La Administración General de Hacienda del Gobierno provisional puso a disposición de Duarte la suma de quinientos pesos en papel moneda, unidad que a la sazón se cotizaba «al veinte por uno», y en el mes de junio siguiente, salió el apóstol, investido con el carácter de Ministro Plenipotenciario, para la República de Haití, desde donde emprendió viaje a fines de ese mismo mes con rumbo a Curazao. Durante la travesía le acompañó el presentimiento de que aquel había sido el adiós definitivo. Sus ojos no volverían a contemplar las riberas nativas y aunque la patria tornara a ser libre, para él permanecería vedado su suelo, tierra por excelencia ingrata para quien en vida le había sido fiel hasta el sacrificio y para quien ya muerto la seguiría amando desde la altura de su iluminación :visionaria.
La mayoría de la gente que allí reside dispone apenas de lo necesario para vivir miserablemente y los que no se dedican a la cacería o al pastoreo en los sitios que no han sido arropados por la selva, tienen el cultivo del maíz o la matanza de animales salvajes como ocupación cotidiana. El villorrio carece de escuelas y su única comunicación con el resto del país se realiza a través del río en embarcaciones rústicas fabricadas por los vecinos más industriosos. De cuando en cuando, llega a lomo de mulo un correo que trae algún periódico para la autoridad del lugar y que constituye el único contacto que una o dos veces en el año tienen con el mundo los humildes habitantes de este caserío olvidado. El paisaje circundante, sin embargo, no carece de majestad, y la cercanía de la selva le imprime a todo cierto encanto de naturaleza salvaje. Basta asomarse al Orinoco o adentrarse algunos pasos en el mar de árboles entrecruzados que a poca distancia de allí encrespa sus ramajes y cubre la tierra con un manto de verdor, para arrobarse en la contemplación de mil cosas peregrinas: aves de los más extraños matices, arbustos de todas las formas y de todos los aromas, árboles de gigantescas proporciones a cuyos pies hormiguea todo un mundo minúsculo; y por dondequiera, un fuerte olor a humedad y a suelo virgen, semejante al que debieron de despedir los bosques y los prados cuando todavía la tierra, de reciente hechura, no había sido manchada por las pasiones de los hombres.
En este codo de los Andes se reclutó Duarte en 1845. Durante doce años permanecerá en ese desierto casi sin comunicación alguna con el resto del mundo. ¿Qué vida hizo durante el tiempo en que permaneció allí oscuro y olvidado? La historia no conserva sino muy escasos testimonios sobre las actividades del apóstol en este período de su existencia azarosa. Pero es fácil reconstruir su diario de horas, porque en la soledad que se ha impuesto, la vida tiene constantemente el mismo semblante y discurre con igual monotonía. La población de Rio Negro, durante la época en que allí se recluye el desterrado, está constituida por gente rústica que carece de toda inquietud espiritual y a la que la proximidad de la selva envuelve en cierta atmósfera de primitivismo candoroso. La vida no es’ difícil en este rincón remoto, y a ello contribuye no sólo la extrema simplicidad de las costumbres, sin más exigencias que las estrictamente primarias, sino también la abundancia de caza y la riqueza del suelo, que no escatima a nadie sus frutos ni sus aguas y que permite a todos vivir con poco esfuerzo de los recursos comunes. Duarte ha ido allí en busca de sosiego para su espíritu, y se resigna a vivir en medio de la mayor pobreza. Los vecinos, a cambio de un poco de instrucción que el apóstol suministra a la niñez de la aldea, le permiten compartir sus escuálidos medios de subsistencia y disfrutar a sus anchas de la paz del desierto.
La estancia en Río Negro constituye por sí sola una prueba de que Duarte era un ser extraordinario. Para medir el sacrificio que se impuso voluntariamente, basta recordar que el apóstol, quien había sido rico y había disfrutado en Europa de las exquisiteces suntuarias de la vida civilizada, no gozó durante este tiempo ni siquiera del placer espiritual de la conversación con personas de la misma cultura. La meditación y la lectura fueron en esta temporada de aislamiento su ocupación constante. Por medio de estos ejercicios espirituales, convertidos en faena diaria, llega Duarte gradualmente hasta el punto máximo de perfección que cabe en la naturaleza humana. Los grandes penitentes de la Iglesia, aquellos que pasaron casi la vida entera en el desierto y allí aprendieron a descargar la carne de todas sus impurezas terrenales, no igualan en paciencia y en resignación al solitario de Río Negro.
Si la verdadera santidad consiste en vencerse a si mismo y en ejercer completo imperio sobre sus instintos, el prócer dominicano alcanzó ese ideal de manera absoluta. Su expiación resulta todavía más grande cuando se piensa que el aislamiento que voluntariamente se impuso no se debió a un sentimiento de soberbia ni a un arranque de despecho. Si hubiera quedado en su alma, cuando tomó esa resolución heroica, algún rezago de ambición o algún resto de orgullo, hubiera buscado el modo de alimentar desde el exilio la hoguera de las revoluciones, o hubiese proferido alguna vez palabras de venganza contra sus perseguidores o hubiera salido de su retraimiento cuando el presidente Jiménez llamó en 1848 a los próceres desterrados por Santana y garantizó su retorno con un decreto de amnistía. Otros caudillos de la causa separatista, ‘más impacientes o de corazón menos austero, volvieron al país tan pronto desapareció Santana del poder y participaron con voracidad en el reparto de las jerarquías oficiales. Sánchez fue comandante del departamento de Santo Domingo en la administración que sucedió a la del déspota que hizo dictar la sentencia del 22 de agosto, y Mella empezó a mezclarse activamente desde entonces en las turbulencias intestinas que por largo tiempo sumieron al país en la anarquía.
Sólo Duarte permanece en el retiro del Río Negro. Sólo él no desciende de su altura para mezclarse en las pequeñas disputas por el mando o para contribuir a la división y a la discordia tomando partido en la pugna de los que se discuten las preeminencias políticas. Por eso es Duarte la única conciencia civil definitivamente pura que ha existido en la República; por eso es él el idealista integérrimo, el varón de vida inculpable que llevó con más dignidad su martirio y que más lejos estuvo del tributo miserable que cada hombre está obligado a pagar, en mayor o en menor cuantía, a las concupiscencias humanas.
El misterio de lo escrito por Duarte en ese tiempo aún es desconocido, pero ya llegará el día que salga a la luz…”En una de sus peregrinaciones por el Orinoco, conoció Duarte al ilustre sacerdote San Gerví, misionero portugués que en el ejercicio de su ministerio solía visitar de cuando en cuando aquellas zonas casi inhabitadas. El prócer dominicano impresionó favorablemente al religioso. De sus conversaciones, orientadas casi siempre hacia temas espirituales, nació una amistad profunda, sellada por una simpatía recíproca, que se fue luego fortaleciendo en contactos sucesivos.
San Gerví cobró afecto paternal al proscrito y fue acaso el único hombre que penetró en el fondo de esa conciencia de limpidez extraterrena. El drama patriótico de Duarte enterneció al misionero portugués, que se propuso> desde el primer día, atraer a aquel hombre, de pureza verdaderamente sacerdotal, al seno de la religión. El misticismo del prócer dominicano, patente en toda su obra de patriota, cobró a su vez mayor fuerza que nunca al contacto con el espíritu elevadísimo de San Gerví, quien poseía una vasta ilustración y era, además, una inteligencia asiduamente cultivada. Poco a poco fue convenciendo el sacerdote al apóstol para que mitigara su soledad y se retirase a un sitio menos inhospitalario y menos distante del comercio humano. Hacia 1860 se establece Duarte en la región del Apure y aquí reanuda sus pláticas con San Gerví, quien le enseña el portugués y lo familiariza con los misterios de la Teología y de la historia sagrada. Estos estudios inclinan al Padre de la Patria, de manera casi irresistible, hacia el sacerdocio y sólo el presentimiento de que todavía podía ser útil a su país le aparta en esta ocasión del camino de la Iglesia. Se deduce que San Gervì fuè el depositario de toda la documentación escrita por Duarte en esos 12 años.
La muerte de San Gerví, acaecida en las postrimerías de 1861, hiere duramente el corazón del proscrito. Durante estos últimos años, se había habituado Duarte a la comunión diaria con el virtuoso sacerdote, y al verse privado de ese apoyo moral, único alivio de su ya largo destierro, se despierta en él súbitamente el deseo de regresar a la civilización y de reincorporarse al mundo. Un suceso imprevisto, el cual coincide de modo providencial ‘con su nuevo estado de ánimo, lo decide a abandonar la selva y a establecerse otra vez en Caracas: algunos de sus parientes, enterados al fin de la residencia del desaparecido, le escriben desde Curazao y le dan la «funestísima noticia de la entrega de Santo Domingo a España», así como la de la muerte de Sánchez en el calvario de « El Cercado». Ya nada lo detiene, y la voz del patriotismo se levanta poderosa en su alma con una fuerza de que careció el decreto de amnistía dictado por el presidente Jiménez a raíz de la primera caída de Santana.
El 8 de agosto de 1862 reapareció Duarte en la capital venezolana. Venía prematuramente. Envejecido por su permanencia de diecisiete años en el desierto. Los cabellos, transformados en anillos de plata, daban un aspecto venerable a la cabeza, que parecía abrumada por un peso extraño, como si. el prócer hubiera adquirido en la soledad el hábito de mirar más hacia la tierra que hacia la cara de los hombres.
Monseñor Arturo de Meriño, quien lo conoció en esta época, habla de la impresión que le causó la figura del apóstol, transformada por veintiún años de soledad, y recuerda que sus labios convulsos sólo se abrían para perdonar a sus enemigos y para dolerse de los males «que había sufrido y sufría entonces con mayor intensidad la patria de sus sueños».
En Caracas encontró Duarte a su hermano Vicente Celestino. Pasadas las primeras efusiones, provocadas por más de cuatro lustros de separación, hablaron extensamente de cuanto había ocurrido en la patria durante la permanencia del fundador de La Trinitaria, entre las tribus todavía semisalvajes del Orinoco. El relato de Vicente Celestino se cierra con la narración de los acontecimientos que se registraron en la República a raíz de la anexión a España, y con patéticas referencias a la tragedia de «El Cercado». Dentro del dolor que le causa la destrucción de su obra, Duarte siente renacer su optimismo y confía en el desquite, anunciado ya por algunos signos alentadores. La protesta del coronel Juan Contreras y la sangre vertida inexorablemente en San Juan, prueban que el país no ha perdido el amor a sus libertades y que la anexión, lejos de responder a un verdadero estado de conciencia nacional, procede de los mismos grupos que bajo el dominio de Haití se opusieron a la independencia absoluta. Pedro Santana, autor principal de la traición, ¿ no había pertenecido a la falange de los afrancesados?
Los amigos que halla Duarte en la ciudad del Ávila, aunque simpatizan con sus ideas patrióticas le aconsejan moderación en sus planes y lo urgen a que resuelva ante todo el problema de su vida privada. El doctor Elías Acosta, distinguido hombre de ciencia que le había mostrado, desde su segunda visita a Caracas, cierta simpatía no exenta de admiración, le ofreció un destino público en el Ministerio del Interior, pero supeditando ese beneficio a la condición de que Duarte renunciara a su ciudadanía de origen para adquirir la nacionalidad venezolana. La oferta aparece acompañada, sin duda para no herir la sensibilidad patriótica del desterrado, de una promesa de ayuda en favor de los proyectos que abriga el apóstol para: promover en su propio país un nuevo movimiento de opinión contra el dominio extranjero. El patriota rechaza con orgullo el cargo que le ofrece el Ministro del Interior del Gabinete del general Juan Crisóstomo Falcón, y prefiere despojarse, para no morir de hambre, del único tesoro que ha sobrevivido a sus vicisitudes y a sus andanzas: sus libros, entre los cuales figuraban una Geografía Universal y varios Atlas que había comprado en 1844 en la ciudad de Hamburgo.
Otros consejeros, de menos altura que el doctor Elías Acosta, le instan a que acepte la dominación española y a que ponga al servicio de la Madre Patria, por conducto de su agente consular en Venezuela, el prestigio que rodea su nombre como fundador de la República Dominicana. El ex presidente Buenaventura Báez, quien se había plegado a la realidad ofreciendo sus servicios a la monarquía, había sido premiado con el nombramiento de Mariscal de Campo español, distinción que también podría ser otorgada al Padre de la Patria si éste renunciaba a sus planes patrióticos y admitía el hecho ya consumado. «Y no faltó —dice el propio Duarte— quien se atreviera a decirme que mis hermanos saldrían entonces del estado de privaciones en que me encontraba yo mismo.»
Tales insinuaciones no podían hallar cabida, desde luego, en el corazón de un hombre que acababa de llegar de una selva, donde pasó olvidado los mejores años de su juventud para no incurrir en un acto indigno de su obra ni en una apostasía. «En lugar de la opulencia que podía degradarme —escribe el apóstol refiriéndose a los esfuerzos que a la sazón se hicieron para atraerlo al bando de los anexionistas—, acepté con júbilo la amarga decepción que sabía me aguardaba el día en que no se creyeran ya útiles mis cortos servicios.» Mientras estos consejeros gratuitos, seguramente inspirados por los agentes de la monarquía española en Caracas, redoblan sus maquinaciones contra los escrúpulos patrióticos de Duarte, tratando de explotar inicuamente su miseria y de apoderarse de su voluntad, que suponían tan débil y tan arruinada como su organismo físico, el apóstol permanece pendiente de cuanto ocurre en su isla nativa. El 20 de enero de 1863 llega a la capital de Venezuela un tío del Padre de la Patria, el ya anciano general Mariano Diez, y entrega al prócer una carta en que Juan Isidro Pérez de la Paz, uno de los fundadores de «La Trinitaria»,le dirige el siguiente reclamo: «Santo Domingo desea saber de ti.» La carta del viejo trinitario, tal vez el más amado de sus discípulos, renueva en el espíritu de Duarte recuerdos de muchos años atrás, y pone vivamente ante su imaginación el cuadro de las luchas pasadas. Al referirse a esa misiva en sus apuntes autobiográficos, el Padre de la Patria evocará con las siguientes palabras a Juan Isidro Pérez: «Mi amigo tan querido como desgraciado.» Pocos días después el apóstol visita en su residencia al doctor Blas Bruzual, médico del general Falcón, presidente de los Estados Unidos de Venezuela. Durante la entrevista, Duarte desliza discretamente en la conversación oportunas referencias a su país, sometido otra vez al estado colonial y señala la urgencia con que su patria necesita de la ayuda de los hombres que en otras naciones hermanas profesan doctrinas liberales.
El doctor Bruzual penetra el alcance de esas insinuaciones hábilmente intercaladas entre palabras de sentido vulgar y frases de cortesía. Cuando al día siguiente se traslada a la modesta casa en que reside el apóstol, con el propósito aparente de corresponder a su visita, el médico venezolano le reitera sus simpatías por la causa de la libertad dominicana, y espontáneamente le ofrece ponerlo en contacto con el presidente Juan Crisóstomo Falcón, descendiente de uno de los conmilitones de Bolívar, a quien tal vez sea fácil convencer para que secunde con armas y dinero los proyectos de Duarte encaminados a redimir por segunda vez su patria de la dominación extranjera. Antes de terminar el mes de enero, Bruzual cumple su ofrecimiento, y el prócer es presentado al presidente de Venezuela. La entrevista hizo concebir al, apóstol las esperanzas más halagüeñas. El dictador venezolano, hombre de mano recia a quien sus parciales atribuían veleidades propias de un gobernante de pensamiento democrático, no hizo promesas de cumplimiento inmediato, pero habló de su amor a la independencia de los pueblos de América con cierta rimbombancia calurosa. Los meses pasan, sin embargo, con lentitud desesperante; y Duarte, mientras tanto, «permanece en la expectativa y devorado de impaciencia».
El 20 de marzo recibe Duarte una carta que le envía desde Coro el trinitario Pedro Alejandrino Pina. Las primeras líneas aluden al «Decano de los libertadores de Santo Domingo» y al «primer general en jefe de los ejércitos dominicanos». Esta comunicación trae las últimas noticias de la isla nuevamente subyugada: el país continúa intranquilo, tanto a causa de las desavenencias surgidas entre Santana y el brigadier Peláez, como a causa del descontento creciente contra la dominación española; los ánimos, particularmente en el Cibao, se hallan exaltados, y un nuevo Cid, apellidado Gregorio Luperón, ha aparecido en la Línea Noroeste, en donde parece que se está gestando la nueva epopeya libertadora. Pina concluye con las siguientes palabras: «No sé de qué manera honrosa podrán las repúblicas amigas negarse a contribuir a la salvación de nuestro heroico país.»
Entre el mes de marzo y el mes de octubre, Duarte hace llegar requerimientos cada vez más apremiantes al general Falcón para que le haga efectivas las promesas que le hizo en la entrevista de enero. Las «esperanzas halagüeñas» que le acompañaron entonces al salir del «Palacio de Miraflores»empiezan a enfriarse bajo el peso de una realidad cada vez más oscura. Pero la llaga abierta en el corazón del prócer sigue vertiendo sangre mientras su vida se consume en la inacción forzada. Una nueva carta de Pedro Alejandrino Pina lo saca de su abatimiento en los primeros días del mes de octubre.
Desde Coro, el viejo trinitario le anuncia que en los campos de Guayubín estalló el 16 de agosto una rebelión que parece contar con más fuerza que las anteriores. La muerte del padre del general Benito Monción, debida a instigaciones del propio brigadier Buceta, ha precipitado los acontecimientos, y es evidente que la revolución cuenta con ramificaciones en todo el país y que avanza en todas las provincias del Cibao con fuerza arrolladora. La carta de Pina coincide con el arribo a Caracas de un joven dominicano en quien despunta briosamente el patriotismo de la nueva generación: Manuel Rodríguez Objío. Desde su llegada a la capital de Venezuela, el día 7 de octubre, el viajero se acerca a Vicente Celestino Duarte y le habla del deseo que tiene de ser presentado al Padre de la Patria. Rodríguez Objío, aunque perteneciente a la juventud que se levantó durante los veinte años en que el nombre de Santana llenó el país como un clamor guerrero, se aproximó al apóstol con el recogimiento de quien se acerca a una ruina venerable. Rodríguez Objio confirma, durante este primer encuentro, las noticias transmitidas a Duarte por Pedro Alejandrino Pina, y se ofrece a hacer valer su parentesco con el general Manuel E. Bruzual para que, gracias a la influencia política de que dispone este caballeroso soldado a quien llama en sus Relaciones. discípulo de Monroe, se logre, al fin la ayuda prometida por el presidente Falcón al patriota dominicano. Todo el concurso que, merced al apoyo de este nuevo intermediario, recibió Duarte del gobierno de Venezuela consistió en la suma de mil pesos, que el primer designado Guzmán Blanco puso en manos del coronel Manuel Rodríguez Objío. Con este dinero intentó el apóstol enviar a Santo Domingo una comisión presidida por su hermano Vicente Celestino con el encargo de dar cuenta al gobierno revolucionario de sus proyectos y de la buena disposición de las autoridades venezolanas. Los triunfos alcanzados por las armas restauradoras, durante los primeros meses del año 1864, lo inducen, sin embargo, a variar sus planes, y resuelve trasladarse él mismo al teatro de los acontecimientos para luchar al lado de sus compatriotas’. El 16 de febrero emprende viaje con rumbo a Curazao, en compañía de su hermano Vicente Celestino, del general Mariano Diez, del coronel Manuel Rodríguez Objío y de un voluntario venezolano, el comandante Candelario Oquendo. La goleta «Goid Munster», contratada en el puerto curazoleño por la suma de quinientos pesos sencillos, condujo a Duarte y a sus acompañantes a las Islas Turcas, donde el buque arribó el 10 de marzo, después de haber burlado, por espacio de varios días, gracias a la pericia de su capitán, el señor José S. Faneyte, la activa persecución de un barco de guerra español que intentó darle caza.
El cónsul de España en Caracas, informado de la salida del Padre de la Patria, trató de que el «África», bergantín perteneciente a la escuadra española de las Antillas, se apoderase en alta mar de los revolucionarios. Se temía, con razón, que la influencia moral del caudillo de la independencia obrara en forma decisiva sobre los destinos de la revolución y entorpeciera, además, las esperanzas que aún abrigaba la monarquía de concertar un acuerdo para la solución del conflicto con los jefes restauradores. Por rara coincidencia, fue un ciudadano español de ideas liberales, cuyo nombre no ha dado a conocer Duarte, sin duda para no exponerlo a las represalias de las autoridades peninsulares, quien se prestó a llevar al prócer y a sus cuatro compañeros hasta el puerto de Montecristi, donde desembarcaron en la mañana del 25 de marzo.
El general Benito Monción, jefe militar de la zona, festejó como un feliz augurio la llegada de Duarte. Manuel Rodríguez Objío consigna en sus«Relaciones», al referirse a este suceso, que el pueblo que luchaba bravamente por su libertad tuvo a partir de aquel momento mayor confianza en el triunfo de la restauración, porque el arribo del fundador de la República significaba «el primer concurso moral que la patria recibía del extranjero».
Después de más de veinte años de ausencia pisó Duarte, al fin, tierra dominicana. Le tocó, por una nueva burla del destino> desembarcar en las playas del norte del país, lejos de su pueblo nativo, donde estaban la casa de su niñez y el parque mañanero en que distrajo las horas de la Infancia. Pero para su patriotismo sin límites, para su corazón sin estrecheces, todo aquel suelo era igualmente querido. Su emoción subió de punto cuando el 26 de marzo de 1864, un día después de su llegada a Montecristi, emprendió viaje hacia Guayubin y visitó muchos de los sitios históricos desde donde fueron repelidas las invasiones haitianas. Estas tierras, sacudidas ahora por el torrente de las armas restauradoras, habían servido pocos días antes de escenario a la fuga del brigadier Buceta. Las ruinas humeantes de algunas poblaciones denunciaban aún el paso del ejército peninsular en retirada.
Duarte venía enfermo y el viaje por aquellas llanuras secas había debilitado su organismo, que a los cincuenta años parecía el de un sexagenario; pero la vista de aquel espectáculo, poderosamente sugerente para el alma del viejo libertador, reanimaba su espíritu y dotaba su cuerpo enflaquecido de energías insospechadas. Fue así como el mismo día de su partida pudo llegar a uña de caballo, bajo el frío de la medianoche a la villa de Guayubín, cuna de la revolución en marcha. En compañía del general Benito Monción, quien no había querido renunciar al honor de hacer escolta al Padre de la Patria en las primeras jornadas de su viaje, visitó el 27 de marzo al general Ramón Mella, reducido al lecho y casi a punto de expirar en tierra ya por fortuna libre del dominio extranjero. El estado en que encuentra al héroe del Baluarte del Conde, uno de los supervivientes de la guerra de la independencia, abate a Duarte hasta el extremo de obligarlo también a guardar cama por espacio de varios días. Es ésta la primera impresión dolorosa que recibe desde su arribo a tierra dominicana. El 2 de abril, todavía débil y consumido por la fiebre, sale de Guayubín con rumbo a la ciudad de Santiago, asiento del gobierno provisional, y tres días después se presenta ante las autoridades revolucionarias en compañía del comandante Oquendo y de los próceres que han compartido su odisea desde territorio venezolano.
El repúblico Ulises Espaillat, quien a la sazón reemplazaba a Ramón Mella en la vicepresidencia del gobierno provisorio, fue el encargado de recibir al Padre de la Patria. Entre ambos se cruzaron palabras llenas de efusión patriótica. Duarte reiteró al representante del Gobierno Provisional los términos de la carta que el 28 de marzo envió desde Guayubín a los directores de la revolución, en la cual expresaba que su regreso al país, después de haber «arrostrado durante veinte años la vida nómada del proscrito»,obedecía al propósito de correr «todos los azares y vicisitudes que Dios tuviese aún reservados a la grande obra de la Restauración Dominicana».Espaillat le repitió a su vez los conceptos ya emitidos en la comunicación del primero de abril, donde sintetizaba así los sentimientos del gobierno provisional hacia el recién llegado:
«El gobierno provisorio de la República ve hoy con indecible júbilo la vuelta de usted al seno de la Patria.» El apóstol dio cuenta a continuación de las gestiones realizadas en Caracas para obtener el apoyo del gobierno del general Falcón al movimiento iniciado en Capotillo. Mostró los documentos justificativos de la inversión de la suma de mil pesos recibida de manos del vicepresidente Guzmán Blanco, y sugirió que se designase al señor Melitón Valverde como agente diplomático del gobierno de la Restauración cerca de las autoridades venezolanas. Las referencias hechas por Duarte a sus contactos con Falcón y sus informes sobre la buena disposición en que se hallaban las autoridades de aquel país con respecto ala causa dominicana, hicieron pensar al Gobierno provisorio en la conveniencia de utilizar los servicios del prócer en una misión diplomática confidencial ante los gobiernos de varios países sudamericanos.
Nueve días después de su primera entrevista con Espaillat, Duarte recibe una carta en que se le participa que el gobierno presidido por el general Salcedo ha resuelto confiarle una misión secreta ante el gobierno de Caracas, y en que se le; anuncia que se le proveerá rápidamente de las credenciales de rigor y de los pliegos de instrucciones que se consideren necesarios. El Padre de la Patria, sin embargo, tiene ya la salud irremediablemente gastada. Las fatigas del viaje y las emociones recibidas desde su arribo al país, han recrudecido los males que contrajo en las selvas de Venezuela. Si emprende una nueva travesía en tales condiciones, tendrá que exponerse a «gastar en medicinas y facultativos los fondos que se pusieran a su disposición para el viático». En carta dirigida el 15 de abril al señor Alfredo Deejen, encargado interinamente de la cartera de Relaciones Exteriores, se declara, pues, incapacitado física-mente para cumplir su cometido en forma satisfactoria, pero ofrece poner a disposición de la persona que en su lugar se designe, todos los informes y recomendaciones susceptibles de facilitar su labor en territorio venezolano. Aparte del motivo que invoca en esa carta, su «falta de salud», lo que late en el fondo de sus palabras es el deseo de continuar por algún tiempo más en la tierra nativa. Hace apenas veinte días que pisó tierra dominicana, gracias a que «el Señor allanó sus caminos»; y ya se le quiere lanzar de nuevo, con el pretexto de que sus servicios podrían ‘ser más útiles fuera del país que en el teatro donde éste está labrando su segunda independencia, a las playas siempre áridas del extrañamiento forzado. Más le valdría caer, como el más oscuro de los soldados, en los campos donde se está rehaciendo la patria. Allí al menos le sería dable doblar la frente sobre la tierra amada, y descansar acaso en la huesa común bajo la sombra del pabellón cruzado.
Pero el calvario de Duarte no había aún concluido. Dos días después de haber escrito aquella carta llega a sus manos un ejemplar del «Diario de la Marina», periódico que sirve desde La Habana los intereses de la monarquía española. En esta edición del viejo diario cubano aparece un artículo en que se habla de supuestas divergencias entre el Padre de la Patria y los jefes del gobierno provisorio. La nueva infamia, inteligentemente urdida por las autoridades peninsulares, temerosas del ascendiente moral de Duarte sobre las conciencias dominicanas, no obedecía únicamente al interés explicable de los agentes de la monarquía de introducir la discordia en las filas restauradoras.
Mucho había de tendencioso en el artículo del «Diario de la Marina», pero también iba envuelto en el pasquín fabricado en Santo Domingo, si bien difundido desde un periódico de La Habana, algo que ya se respiraba en los pasillos del gobierno provisional encabezado por Salcedo. Los jefes de la Restauración, hombres salidos de las entrañas del pueblo y forjados en un teatro guerrero incomparablemente más heroico que el de la lucha contra Haití, no podían ver con buenos ojos la presencia entre ellos de un hombre en quien se personificaban los ideales civiles de la República y en cuya fisonomía moral aparecían tan enérgicamente simbolizadas las instituciones.
Este prócer, a quien se creyó muerto y sobre cuya cabeza había gravitado durante veinte años la losa del olvido, no sería probablemente un rival en la hora del triunfo, porque todos sus antecedentes lo pintaban como un hombre de vocación civil que carecía de ambiciones. Pero los caudillos que, como el presidente Salcedo y sus compañeros de armas, han salido del seno de la guerra y sienten sobre sí la influencia avasalladora de esa potestad sanguinaria, son siempre esquivos y se conducen aún en sus relaciones recíprocas, con reservas y suspicacias. Los pueblos son versátiles y nadie sabe si el día en que sea una realidad la victoria conseguida merced a quienes la han hecho posible con su espada, y no a quienes sólo la han anunciado con su voz ardiente y profética, las multitudes vayan en busca de algún santón civil para confiarle la dirección de la República o se desvíen atemorizadas del señorío militar para echarse en brazos de otro señorío menos temible o menos arbitrario. En el fondo de todas las luchas patrióticas, en el ambiente subterráneo de todas las revoluciones, suele haber un sentimiento democrático que sale a flote en el momento oportuno. Cuando se consumó la independencia de 1844, los promotores de ese ideal político, decididamente adversos al predominio de la soldadesca, recurrieron a Duarte en una tentativa para hacer prevalecer el sentido humano y civilista que en un principio tuvo la causa nacional sobre el sentido bárbaro y ferozmente caudillesco en que degeneró con Santana. El Padre de la Patria penetró el sentido de la especie difundida por la prensa de la monarquía española. El libelo llenó su alma de amargura, y despertó en él el recuerdo de los sucesos del 44, cuando su nombre fue escogido para, cerrar el paso a una dictadura de tipo reaccionario y sólo sirvió para precipitar el asalto del ejército a las instituciones. Su primera intención fue rasgar aquel pasquín insidioso. Pero con ese golpe genial que tuvo para descubrir el móvil de las acciones humanas, acertó a palpar desde su lecho de enfermo las intrigas con que ya comenzaba a hostilizarle el egoísmo de ciertos jefes restauradores. Sin vacilar un minuto más, tomó una de aquellas resoluciones tremendas que fueron siempre propias de su entereza de carácter y de su conciencia abnegada: el 21 de abril, esto es, un día después de haber leído el artículo del «Diario de la Marina», dirige a Espaillat una carta en que le participa su nueva decisión de aceptar la misión diplomática que había resuelto confiarle el Gobierno provisorio.
Para que no se atribuyera un fin menguado a su nueva actitud, ni pudiera ser utilizada para especulaciones perjudiciales a la causa nacional, concluye con esta afirmación categórica: «No tomo esta resolución porque tema que el falaz articulista logre el objeto de desunirnos, pues hartas pruebas de estimación y aprecio me han dado y están dando el Gobierno y cuantos jefes y oficiales he tenido la dicha de conocer, sino porque es necesario parar con tiempo los golpes que pueda dirigirnos el enemigo y neutralizar sus efectos.»Espaillat, vocero del gobierno provisional, se apresura a dirigir al Padre de la Patria, el 22 de abril, una nueva comunicación donde confirma, a vueltas de muchas reticencias y de sospechosas protestas de sinceridad, los escrúpulos de Duarte. El vicepresidente interino, como temeroso de que el apóstol pudiera arrepentirse de la decisión ya adoptada, le informa que debe disponerse a partir inmediatamente porque ya el Gobierno había mandado «redactar los poderes necesarios para que mañana quede usted enteramente despachado y pueda salir el mismo día».
La Administración General de Hacienda del Gobierno provisional puso a disposición de Duarte la suma de quinientos pesos en papel moneda, unidad que a la sazón se cotizaba «al veinte por uno», y en el mes de junio siguiente, salió el apóstol, investido con el carácter de Ministro Plenipotenciario, para la República de Haití, desde donde emprendió viaje a fines de ese mismo mes con rumbo a Curazao. Durante la travesía le acompañó el presentimiento de que aquel había sido el adiós definitivo. Sus ojos no volverían a contemplar las riberas nativas y aunque la patria tornara a ser libre, para él permanecería vedado su suelo, tierra por excelencia ingrata para quien en vida le había sido fiel hasta el sacrificio y para quien ya muerto la seguiría amando desde la altura de su iluminación :visionaria.
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