Enrique Vázquez 5 de marzo de 2013
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El fin de la estirpe es el resultado, y no de los menores, de la epidemia de democratización que conoce América Latina desde hace un par de décadas. Con la sola excepción de Cuba, todos los gobiernos son resultado de elecciones pluripartidistas juzgadas como genuinas y son inimaginables experiencias como, por recordar algunas, las de Juan José Torres en Bolivia o Juan Velasco Alvarado en Perú, ambos generales.
También los hubo civiles, como el muy representativo Velasco Ibarra, un ecuatoriano cuya máxima era: "dadme un balcón y tomaré el palacio" (...), algo, lo de tomar el palacio, que Chávez intentó por la fuerza en febrero de 1992, cuando planeó y encabezó un golpe militar que terminó en fracaso: el único de su vida, porque el segundo, el referéndum de reforma de la Constitución, que perdió mucho más tarde, fue solo un incidente de recorrido, del fantástico recorrido del presidente.
Militar a falta de cosa mejor
En efecto, este militar nacido en el pobre estado de Barinas, hijo de maestros de escuela, se ha ido de este mundo tras haber cambiado jurídicamente el régimen constitucional de Venezuela, haber sobrevivido a un golpe de estado que triunfó durante tres días en abril de 2002, haber convertido en una victoria política su derrota del 92, haber liquidado el viejo orden de los partidos tradicionales en Venezuela y ganado tres elecciones presidenciales, cuatro legislativas y dos referéndums. No hay quien dé más?
Nada le destinaba a las fuerzas armadas y una versión chocante insiste en que creyó ver en ellas una manera de practicar los deportes y, singularmente, el béisbol y así lo recoge su biógrafo Ricard Gott, favorable al hombre, pero solvente. Su politización fue más bien tardía y le planteó desde el principio la dificultad objetiva de interpretar el papel de la izquierda lo mismo la guerrillera y montaraz que la institucional, socialdemócrata en su patria.
Se sintió mejor en seguida con sus compañeros de armas que con una clase política a la que encontró urbana, endogámica y prescindible, aunque en dos personalidades de la izquierda tradicional, don Luis Miquilena y don José Vicente Rangel, encontró un cierto encuadre ideológico que se transformaría en una asociación posterior con ambos, pronto terminada con el primero, pero muy sostenida con el segundo, que aún vive y es como una especie de notario de la peripecia revolucionaria.
La obsesión con Bolívar
Su politización fue la obra de ciertos compañeros directamente volcados en la acción clandestina, algunos de los cuales tenían relación con la izquierda convencional y una oreja en lo que restaba del movimiento guerrillero, reducido a casi nada por la acción represora de los gobiernos de Rómulo Betancourt y Carlos Andrés Pérez, los dos santones del partido socialdemócrata. El, que se sepa, no estuvo en esos trajines subversivos y estudió a su manera y convirtió su afecto por Simón Bolívar, estimulado por la enseñanza oficial en la Academia Militar, en una obsesión.
Así, su decisión de levantarse en febrero de 1992, cuando estaba al mando de un regimiento de paracaidistas de donde saldrían muchos de los cuadros de la nueva situación, no aportó nada relevante al interminable catálogo de los golpes e hizo imposible catalogarlo excepto en dos notas: un nacional-patriotismo un punto arcaizante, de viejo cuño, y su autodefinición como bolivariano.
La historia es conocida: derrotada militarmente la acción, Chávez fue arrestado, procesado y condenado, pero ahí sí hubo unanimidad. Carlos Andrés había perdido socialmente el combate y Chávez lo había ganado y él parecía saberlo y aprovechó magistralmente el minuto que le dio un reportero de televisión, que le permitió dirigirse eficazmente al público: no hemos perdido, dijo, la revolución triunfará. El mensaje ha pasado a los manuales de la comunicación política como un modelo a seguir.
Caldera abre la puerta
El presidente que relevó a Carlos Andrés (expulsado del poder al año siguiente por el parlamento por malversación de fondos públicos) era un anciano venerable y cristianodemócrata, don Rafael Caldera, regresado a la política para enderezar el rumbo. A sus 78 años fue literalmente escogido por la clase política para reordenar el convulso escenario y lo primero que hizo, juiciosamente, fue amnistiar a los golpistas. Chávez recobró la libertad en marzo de 1994. En diciembre de 1998, al frente del Movimiento Quinta República, presentado ya como bolivariano, ganó la elección presidencial y así hasta hoy.
Caldera no era un ingenuo sino un pacificador y su decisión de liberar a los fracasados golpistas nació de la extendida convicción de que ellos habían ganado políticamente el golpe que aplastaron las fuerzas de élite de Carlos Andrés y que la presencia de éste había concluido para siempre. De hecho se autoexilió en Estados Unidos y allí moriría en diciembre de 2010.
El fracaso de la vieja política y el fin por consunción del sistema del turno (socialdemócratas o cristianodemócratas, alternándose) dejó expedito el camino para quien quisiera llenarlo y Chávez lo entendió muy bien y se lanzó no meramente a conquistar la presidencia, sino a refundar el Estado. A esa larga epopeya legal, que no cabe aquí en su dimensión jurídica y constitucional, dedicó todas sus energías con éxito. Muere como presidente de la V República y así se llamó su movimiento bolivariano hasta que fue rebautizado como hoy se llama, Partido Socialista Unido de Venezuela.
Depuesto y repuesto
La energía de Chávez, su buena suerte y la aparente consolidación de su programa político y partidario estuvieron sin embargo a punto de concluir en abril de 2003, cuando el alto mando militar tomó partido por la oposición, que daba en la calle una batalla diaria al régimen y sus seguidores en el marco de la lucha por el control de Petróleos de Venezuela y contra la política catequizadora del régimen.
Chávez fue detenido y depuesto y durante tres días escasos fue un prisionero de los sublevados y hasta un presidente improvisado, Pedro Carmona, presidente de la patronal, Fedecámaras, juró como jefe del Estado y anunció que la Constitución quedaba abolida y el parlamento, disuelto. Trasladado a una lejana base naval y después a una isla de Orchila, Chávez, sin embargo, animado por la presencia masiva de sus defensores en las calles caraqueñas y la cooperación residual de oficiales leales, con los generales Baduel y García Carneiro en cabeza, consiguió volver, derrotar políticamente el golpe y prevalecer. Estos hechos, del 14 de abril de 2003 son decisivos en la carrera milagrosa del teniente
Aunque a veces a trancas y barrancas y haciendo un uso masivo de los medios oficiales de comunicación y siempre con su peculiar estilo personal, que los hábitos europeos encuentran indigerible pero que pasan bien entre buena parte del público venezolano, Chávez siguió adelante con su doble proyecto: la administración ordinaria del Estado, es decir el gobierno, del que era jefe ejecutivo, y su refundación que, entre otras cosas, le permitiría, cambiando además el periodo presidencial de cuatro a seis años, permanecer en el poder, si ganaba las elecciones, hasta 2019 Y las ganó todas. Ganó también el llamado referéndum revocatorio, que habría permitido al pueblo echarle en agosto de 2004, las regionales y las legislativas además del referéndum constitucional. Solo perdió el referéndum de reforma constitucional de diciembre de 2007, aunque por solo un punto. Acató el resultado y debió esperar.
A día de hoy
El resto es más conocido. Chávez y su modo de hacer política y administración hicieron de él una mezcla de estadista, hombre de acción y provocador. Aunque no tiene nada de comunista y en sus inicios desconfió siempre de la izquierda radical, su posición pro-tercermundista, filocastrista, anti-sionista y siempre hostil a Washington (esto con todos los matices que se quiera) le sitúo como una especie de llanero solitario capaz de crearse problemas por doquier, pero hacerse aceptar en donde realmente le interesaba: América Latina. Ha merecido muy poca atención entre nosotros el gran éxito de Venezuela al ser recientemente aceptada ya como miembro de pleno derecho del MERCOSUR.
En este día de luto nacional se puede creer que más o menos la mitad de los venezolanos lamentan sinceramente su muerte y que la otra mitad están expectantes y confiados en que produzca cambios. Esta extrema polarización es, y de lejos, el gran pasivo del teniente coronel Hugo Chávez, cuyo legado será solo puede ser genuinamente bien interpretado y administrado por sus conciudadanos. Uno de sus más tenaces adversarios, el periodista Teodoro Petkoff (un dirigente de la izquierda revolucionaria en los setenta) escribió de él que su peor enemigo fue él mismo. Hizo todo para caer. No hubo torpeza que no cometiera, error en que no incurriera pero esto fue un editorial en el diario TalCual publicado el 12 de abril de 2002, cuando todo el mundo le dio por derrocado el artículo se titulaba, un poco prematura y descortesmente, 'Chao, Hugo'.
Técnicamente su sucesión no es un problema y el marco legal del relevo está claro y funcionará fácilmente. Otra cosa es si la herencia puede ser administrada por un albacea o, dicho de otro modo, si Chávez tiene un sucesor. Todo permite suponer que no y que el país, sin él al frente, será otro en el orden político y que su ausencia inducirá cambios considerables, si es que no termina por derribo el fascinante y a decir verdad insospechado ensayo de una república bolivariana.
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